miércoles, 29 de octubre de 2008

el aleph vacio

El reloj comenzó a sonar.
Abrió los ojos y se juró que esa mañana renunciaría definitivamente a ese trabajo. Bueno, lo decía cada mañana desde hace casi tres años.
Pero ese día, seguro que sí.

Se puso de pié y se dirigió al baño. El agua comenzó a correr. Tal vez al día siguiente abandonaría esa maldita empresa explotadora.
El espejo siempre le pareció algo superfluo, o aun peor. Artículo asqueroso de la vanidad. Y en su caso, un aliciente a la subestimación.
Pero cuando se miró de nuevo, algo ocurrió. Y de la naturaleza del hecho solo tuvo conciencia cierto tiempo después, cuando le fue posible plantearse ciertas cuestiones.
Tantas veces nos ha ocurrido ir por la calle y escuchar nuestro nombre. Cuando volteamos no hay nadie. O más claro todavía, y esto me ha sucedido: ver de reojo algo que se mueve a un lado. Al observar detenidamente, nos encontramos que era una simple bolsa de plástico. Pero algo sucedió. Algo primordial. En ese instante que duró nuestra confusión visual, pudimos observar claramente la cabeza, con ojos, orejas y todo, de un perro. Caramba, si lo podría dibujar en este momento. Un simple (y terrible) perro callejero. Con su pelaje desgreñado y mirada cansada. Una gran cantidad de detalles fueron advertidos en este perro imposible. ¿Cómo es plausible que tal cosa ocurra sin ser presa de alguna enfermedad mental o algo similar? Primero encontré cierto descanso al saber que esto es bastante común. Y más tarde me explicaron la razón fisiológica del suceso.
Esta aparente falencia de la percepción es una forma exitosa que encontró nuestro camino evolutivo para hacernos más eficientes. Cada cosa que experimentamos es analizada y comparada con lo tenemos en nuestra memoria para darle un significado. Parece ser un instinto humano el buscar una relación a todo lo que percibimos. Y cuando presenciamos algo que no tiene sentido, el cerebro busca uno. El que se acerque más. En el caso de la bolsa es claro: el ojo envió una información algo vacía de significado y el cerebro cumplió con su parte del trabajo, le otorgó uno.
Esto se ve como un hecho en este ejemplo, pero hay quienes dicen que se aplica a otros aspectos de nuestras actividades. El lenguaje es uno. ¿Cuántas veces alguien dice algo y el interlocutor interpreta otra cosa? Por supuesto que el idioma es un conjunto de gruñidos y silbidos que poco puede hacer para traducir los pensamientos del humano. Seguramente gran parte de nuestro potencial es filtrado por el nivel de expresión verbal que poseamos. Algunos aseguran que nuestro pensamiento es hijo directo de nuestra capacidad de lenguaje, que no podría existir el pensar sin el hablar. Pero eso ya es otro tema. Otra rama del árbol.
Lo cierto e inquietante es la situación acaecida en ese bañito de mala muerte. Porque sabemos lo que ocurre cuando el cerebro quiere interpretar algo difuso, indeterminado. Simplemente se le asigna el significado más próximo. Pero esto fue distinto. Allí se presentó algo que no podía ser confundido con nada. Algo que la mente no podría confundir con otro elemento sacado de la memoria del sujeto. Porque jamás, ni él ni nadie, lo había experimentado antes. Provenía, seguramente, de una naturaleza totalmente ajena a la nuestra. Su sustancia no era asible por nuestros cinco sentidos. Aunque sí su presencia. Y eso era lo aterrador.
Así como cuando oímos un gran ruido, nuestra audición no capta otros sonidos, o si una luz fortísima es dirigida a nuestra vista y no es posible ver otra cosa, ya que estamos sufriendo una ceguera momentáneamente a causa del exceso de luz. No se puede asimilar tanta luz.
En esta ocasión, algo apareció en su baño. Por unos segundos, algo que nunca había experimentado, ni él ni ningún ser humano se presentó a sus ojos. Su cerebro no tuvo forma de identificar o relacionar ese acontecimiento. Tampoco podía reemplazarlo con algo más porque era imposible confundirlo con lo que fuera.
Su mente quedó paralizada, podía percibir algo delante de sí. Podía darse cuenta donde estaba y que el tiempo iba transcurriendo normalmente, pero era incapaz de pensar o moverse. Estaba mentalmente encandilado. No se puede pensar en ninguna otra cosa al presenciar esta especie de Aleph vacío. Abarca todo pero también lo vacía todo en el tiempo que dura la experiencia.
Habrían pasado unos veinte segundos cuando desapareció. Se quedó un momento ahí, inmóvil. No había forma de entender cómo había podido suceder algo así. Intentaba, vanamente, encontrar esa explicación que había para todo.
Volvió a la cama.
Acaso la explicación vendría del cielorraso de su habitación, habrá pensado mientras las horas pasaban, previsibles y aburridas.
Por la tarde se reincorporó y encontró cierto significado entre la experiencia y su vida. Cierto paralelismo entre vacuidades.
Al otro día, se aprestó a dirigirse al correo para enviar su telegrama de renuncia.

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