domingo, 21 de febrero de 2010

Marco de Izmir (cuento)

Y lo soñó como era.

No como fue visto por todos

El horizonte dibujaba su última línea y las estrellas comenzaron a observar al desierto infinito de África. Marco Jossef de Izmir pateaba las arenas interminables del desierto, donde largas y experimentadas caravanas de Tuaregs han dejado sus huesos para ser ignorados por los improbables seres que transiten el Mar de arenas.

Caía otra noche sobre su túnica vieja y gris. Sus pasos continuaban el ritmo cadente de su respiración solitaria. Su último compañero, Argos, lo había abandonado cerca del estrecho de Gibraltar, muchos años atrás.

En la mente de Marco, un paso era igual a otro. Un día no era distinto del anterior. No habría más granos de arena bajo sus pies, que años en su atiborrada memoria. Sólo el olvido lo aliviaba de saberse un inmortal.

Durante mucho tiempo, demasiado, Marco de Izmir y su amigo Argos, deambularon por el norte del continente. Desde su nacimiento a la nueva vida, cerca de lo que hoy se conoce como Al Jizah. Donde se encontraron con el ahora subterráneo río de aguas negras. El río que provee la inmortalidad y cuya fama ha llegado, ya desde la antigüedad hasta el Indostán, Hispania o Yerevan.

Muchos fueron los que corrieron en su búsqueda. Pocos los que volvieron. Dicen que el padre de la Ilíada fue uno de los que se marchó tras el río mágico para no ser visto de nuevo. Otros aseguran que la ciudadela que se alza a la vera del río es un laberinto absurdo creado por los inmortales luego de siglos de vivir en ese mundo igualmente vano. Esto no carece de sentido, ya que nosotros, que conocemos nuestra finitud, estamos obligados, condicionados, usando las palabras del austriaco, a reconocer que cada momento, cada acto, puede ser el último. Nada de lo que experimentamos volverá en iguales condiciones. Cada instante es único y precioso. En cambio, para Marco y sus semejantes, todo se llena de futilidad, de naderías. Cualquier cosa terrible o sutil, aún la más improbable, se repetirá tarde o temprano. Para nosotros, el horizonte es la muerte. Y nuestro máximo valor: la vida. Son las medidas de nuestro ser. Y nuestras mejores filosofías se asientan sobre ellas. Pero, ¿Cómo serían los principios para un inmortal? Alguien dijo a viva voz: -Ellos deben buscar el fin del dolor físico, ya que la muerte no los alcanza.- No carece de sentido común, si creemos que existe una escala de valores similar para ambas especies. Al finalizar el temor a la muerte, continúa en el ranking, el dolor.

En la ciudad en que Marco bebió del río de la vida, abundaban seres con forma humana y conducta animal o tal vez sería mejor decir vegetal. Al saber que ya no había nada nuevo bajo el sol para ellos, ¿Qué entusiasmo podría caber? Yacían recostados, desnudos, comiendo alguna serpiente para aliviar el malestar de un estómago acostumbrado a trabajar. Uno de ellos, recordó Marco, tenía un ave anidando en su pecho. Hubo quien, harto de sentir hambre y sed, se arrojó por un peñasco. Se rompió varios huesos y estuvo durante días gritando por ayuda. Se debe haber curado solo. Pero debió esperar setenta años para que alguien le arroje una cuerda. Ni la compasión los aquejaba. Luego se lo veía con una pierna en forma de S, seguramente sus huesos se soldaron sin que él se los acomodara.

Podríamos asumir que el placer tomaría un lugar relevante en su vida. Veamos. Es común que nos agrade algo, o mejor dicho, que deseemos algo. Luego de satisfacer ese deseo comienza, lentamente a decaer. Detrás de todo interés y cada acto que tenga un hombre, se esconde un mezquino apetito por satisfacer un deseo. Para sentir placer. Según el demente de Nietszche, no hay otro motor para el humano. Tampoco carece de sentido. Pero he ahí un asunto interesante: los placeres se agotan con su experimentación. Son sabrosas las frutillas, pero luego de comer medio kilo comienzan a transformarse en padecimiento. No parece que haya algo que no empiece a aburrir y ser tedioso luego de cierto tiempo. Y los pares de Marco de Izmir tienen todo el tiempo a su disposición. Parece lógico asumir que cuando abandonaron la ciudad laberinto, fue para buscar ese otro río. El que completa la simetría. Un río da la vida eterna, otro otorga la posibilidad de morir. -No te aflijas por algo tan trivial como la muerte de una vieja mujer- dijo una anciana a su nieto, momentos antes de fallecer. Se puede asegurar que la vida, como las frutas más exquisitas, puede llegar a empalagar al hombre.

Una forma de tortura o castigo ancestral ha sido privar a las personas de la compañía de sus congéneres. Quedar en solitario es una de las formas de hacer sufrir a los reos más callosos. Estar encerrado y solo no es vida que merezca ser vivida, parece. Lo que ha alentado a muchos de resistir estas situaciones ha sido la esperanza de abandonar esa condición. Inclusos los condenados a cadena perpetua tienen esperanzas: escapar, la visita de algún familiar, morir. Son pequeños o grandes escapes.

De esa cárcel huía Marco aquella noche. Harto ya de viajar por todo su mundo conocido. Decenas de veces caminó hasta dar con alguna población desconocida. Aprendió varios idiomas, que luego los mezclaba y olvidaba con gran naturalidad. Conocía y veía morir gentes de un lugar y luego de otro. Varias veces, agotado de un lugar emprendía la marcha, siempre con una vara para ayudarse a caminar y un bolso con alguna comida o recuerdo de los que llegó a conocer y no se resignaba a olvidar. Al llegar al que llamamos Mar Rojo, quedó un momento, o varios días junto a la orilla. Entonces, arrojó el bolso, se quitó la ropa y se zambulló en las aguas. Nadó unos minutos hasta considerar que la corriente no lo traería de vuelta a la orilla. Allí quedó inmóvil, a merced de las olas. Y del destino que ellas le quisieran entregar.

Durante semanas viajó cual tronco a la deriva. Coronado de algas y rémoras. Con los pies cubierto de ciertos moluscos que suelen utilizar los cascos de los barcos como hogar. Algún pez le sirvió de alimento. Una mañana despertó en una playa.

La corteza de un árbol calmó el hambre.

Pasó algunos años en la ciudad de Mitsiwa, cerca del cuerno de África. Luego los poblados de Barentu, Teseney y otros que cayeron en la fortuna del olvido, fueron fatigados por los pies y bastón de Marco. Algunos meses después, un día como cualquier otro día, tomó su bolso de recuerdos y partió hacia el desierto. Al cabo de unos meses llegó hasta la orilla de un río caudaloso que los nativos llamaban Nahr an Nil. El nuevo bolso, que contenía el collar de quien fuera su mujer cayó al piso, sus ropas y el bastón los siguieron. El soldado romano Marco de Izmir se arrojó al poderoso río. Luego de algunas brazadas procedió a dormir un rato.

Varias veces vio pasar al sol sobre su cabeza. Desde su condición náutica, pudo ver en una de las orillas, figuras humanas colosales esculpidas en la ladera misma de una montaña. Primero se extrañó que el hombre, diminuto en el tiempo, usara su vida para algo tan inservible como representaciones gigantescas. Eso sería natural en individuos que cuentan con toda la eternidad, pero no lo entendía en seres finitos. Una de las figuras tenía un pie adelantado, las otras no. Le resultó curioso de veras.

Cerca de la desembocadura del río Nil, recobró su condición de animal terrestre. Pasó por la mítica Alejandría y continuó rumbo oeste.

Y es aquí cuando llegamos a la noche en cuestión.

Cuando nuestro ex soldado romano, viudo dos veces y amigo de Argos de Ellás llegó a la noche que fue distinta a todas las noches de su vida. Las estrellas no presagiaron nada, tampoco el aire se mostró distinto. Mientras Marco pasaba por las arenas, uno de los pocos pozos secos, que se sitúan al azar por el Erg, se atravesó en su camino. Se percató cuando sus piernas y cabeza comenzaron a golpear duramente contra las formaciones pétreas del interior del pozo. Alcanzó a escuchar un grito o resoplido cuando sus pulmones alcanzaron el fondo indeseado. Los sonidos y el espantoso dolor le indicaron que tenía varios huesos quebrados.

Una pequeña luz en lo que debía ser la boca del pozo, le indicó que era de día. Recordó al miserable que se arrojó del peñasco. No quería una pierna con forma de S. Entre gritos que fueron escuchados solo por un alacrán, nuestro soldado acomodó los huesos maltrechos. A los dos días ya no sangraba y las piernas se sentían mejor. Pero el hambre y la sed le hacían desear que el arácnido que se había almorzado hubiera tenido poder para finalizar su situación. Pensó en comerse los dedos. Tal vez únicamente los de los pies. Pero no le pareció un buen negocio. Dolor de estómago por dolor de pies.

Al cabo de cinco meses empezó una sensación que había olvidado: la desesperación. Estaba en el desierto más grande que conocía y fuera de cualquier ruta usada por los Tuaregs. Yacía atrapado en un pozo olvidado, sin posibilidad de escapar por medios propios. Únicamente le cabía la improbable esperanza de que alguien le arrojara una cuerda.

Dos años después de permanecer allí cayó una piedra sobre su cabeza. Tardó uno o dos minutos en darse cuenta de lo que había sucedido. Entonces empezó a gritar y saltar. Durante largo rato llamó a quien hubiera arrojado aquel pedrusco. Nadie contestó. -Alguien pasó- Pensó o dijo. Y era posible que otra persona volviera a pasar y también posible que pasara de noche, cayendo hasta el fondo como él. Sería una compañía si no se mataba. Claro que entre las probabilidades, y recordemos que la mínima posibilidad de algo es inevitable en un tiempo infinito, era posible que otro inmortal cayera junto a él. Sería cuestión de esperar.

Ya había probado, quizá, todos los pasatiempos posibles: Recordar su vida día a día; contarse los cabellos, siempre le daba distinto, aunque los anudara de a cien para no confundirse; comer arena y luego defecarla. Cantar y luego inventar canciones, recitar todas las palabras conocidas, inventar nuevas palabras. Sabemos que el nombre secreto de Dios otorga un poder especial a quien lo descubra, por lo que se afanó durante cincuenta años a encontrar la combinación de letras para hallarlo. Pero luego de pronunciar las palabras y pedir salir del pozo, seguía allí. En su soledad y oscuridad perpetua. Tuvo una idea: tal vez había muerto al caer y esa era la muerte. Pero la sensación continua de hambre y el olor asqueante lo inclinaron a pensar que la muerte debía ser más elegante.

Quizá antes o poco después de caer en la locura, recordó su viaje por el gran río. Algunas embarcaciones pasaban a su lado. Las personas no entendían que hacía ese hombre barbudo flotando con cara apacible por esas aguas plagadas de cocodrilos. Una imagen que volvió fue la de aquellas estatuas fabulosas, monstruosas. Esta vez no le resultó incomprensible la idea de copiar la propia imagen en figuras de tal proporción. Él mismo sentía el arrepentimiento de no haber dejado algo al mundo de los hombres. De sentir que había aportado su voz al coro de la especie.

Así fue que Marco pareció entregarse a su destino de agonía constante. No había muerto, pero tampoco estaba entre los vivos.

Era un paria entre los hombres, lo fue entre los inmortales y lo era de la misma naturaleza, quien parecía avergonzada de haber parido esa criatura y ahora la escondía en su seno. Y la retuvo durante siglos.

La mente y el cuerpo de Marco, permanecieron ausentes de la historia de los hombres. El nacimiento y caída de grandes imperios ocurrieron sin el conocimiento del romano. Y es aquí donde tenemos un gran vacío de información en su vida. Y donde solo nos queda teorizar sobre los acontecimientos de aquellos años.

Sabemos por Borges, que Marco Jossef de Izmir, murió en alta mar rumbo a su tierra natal y fue sepultado en Ios, por el año 1930. También que trabajó como anticuario en Inglaterra por aquel tiempo. Lo que carece de información en su biografía (también ignora esto la Enciclopedia Británica), es la forma en que salió de aquella prisión imposible. Es muy improbable que fuera rescatado por alguien en los pocos siglos en que estuvo cautivo por el Sahara. La única explicación plausible que tengo (y no la más modesta) es que, mientras divagaba por letras y sonidos, al cabo de años y siglos, de pequeñas y grandes variaciones en las palabras. Entre adverbios y declinaciones; verbos y sustantivos jamás oídos, pudo finalmente este soldado de Roma, encontrar y hacer uso del secreto y poderoso nombre de Dios.

1 comentario:

Regalos originales dijo...

Estupendo cuento, me gusto. Quiero compartir otro sitio de cuentos para adultos y niños.

Saludos